Discurso de SS
Benedicto XVI
A los miembros
de la Academia Pontificia de
las Ciencias Sociales
Los
derechos humanos, punto de encuentro entre la Iglesia y el
mundo
4 de mayo de
2009
Queridos
hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
distinguidas
señoras y señores:
Con motivo de
vuestra reunión para la decimoquinta sesión plenaria de la Academia
Pontificia para las Ciencias Sociales, estoy contento de tener
esta ocasión para encontraros y expresaros mi aliento hacia su misión de exponer
y fomentar la Doctrina
Social de la
Iglesia en las áreas de las leyes, la economía, la política y
las demás ciencias sociales. Agradezco a la profesora Mary Ann Glendon sus
amables palabras de saludo, os aseguro mis oraciones para que el fruto de
vuestras deliberaciones siga atestiguando la validez duradera de la enseñanza
social católica en un mundo rápidamente cambiante.
Tras estudiar el
trabajo, la democracia, la globalización, la solidaridad y la subsidiariedad en
relación con la doctrina social de la Iglesia, vuestra Academia ha elegido
volver a la cuestión central de la dignidad de la persona humana y los derechos
humanos, un punto de encuentro entre la Doctrina de la Iglesia y la sociedad
contemporánea.
Las grandes
religiones y filosofías del mundo han iluminado varios aspectos de estos
derechos humanos, que están concisamente expresados en "la regla de oro" que
encontramos en el Evangelio: "Lo que queráis que os hagan los hombres, hacédselo
vosotros igualmente" (Lucas 6,31; cf. Mt 7,12). La Iglesia siempre ha afirmado
que los derechos fundamentales, por encima y más allá de las diferentes formas
en que han sido formulados y los diferentes grados de importancia que hayan
tenido en los diversos contextos culturales, deben ser mantenidos y concedido el
reconocimiento universal porque son inherentes a la naturaleza misma del hombre,
que ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. Si todos los seres humanos han
sido creados a imagen y semejanza de Dios, comparten en consecuencia una
naturaleza común que los une y que reclama el respeto universal. La Iglesia, asimilando la
enseñanza de Cristo, considera a la persona como "lo más digno de la naturaleza"
(S. Tomás de Aquino, De potentia, 9, 3) y ha enseñado que el orden ético
y político que gobierna las relaciones entre las personas encuentra su origen en
la propia estructura del ser humano. El descubrimiento de América y el
consiguiente debate antropológico en los siglos XVI y XVII llevaron a Europa a
una mayor conciencia sobre los derechos humanos como tal, y de su universalidad
(ius gentium). La época moderna ayudó a dar forma a la idea de que el
mensaje de Cristo -porque éste proclama que Dios ama a todo hombre y mujer y que
todo ser humano está llamado a amar a Dios libremente- demuestra que todos,
independientemente de su condición social y cultural, por naturaleza merece la
libertad. Al mismo tiempo, debemos recordar siempre que "la libertad misma
necesita ser liberada. Es Cristo quien la hace libre" (Veritatis Splendor,
86).
A mitad del
siglo pasado, tras el gran sufrimiento causado por las dos terribles guerras
mundiales y por los indecibles crímenes perpetrados por las ideologías
totalitarias, la comunidad internacional adoptó un nuevo sistema de leyes
internacionales basado en los derechos humanos. En éste, parece haber actuado en
conformidad con el mensaje que mi predecesor Benedicto XV proclamó cuando llamó
a los beligerantes en la
Primera Guerra Mundial a "transformar la fuerza material de las
armas en fuerza moral de la ley" ("Mensaje a los líderes de los Pueblos
Beligerantes", 1 de agosto de 1917).
Los Derechos
Humanos se convirtieron en el punto de referencia de un ethos universal
compartido - por lo menos a nivel de aspiración- para la mayor parte de la
humanidad. Estos derechos han sido ratificados por prácticamente todos los
Estados del mundo. El Concilio Vaticano II, en la Declaración
Dignitatis Humanae, así como mis predecesores
Pablo VI y Juan Pablo II, se refirieron fuertemente al derecho a la vida y al
derechos de libertad de conciencia y religión como el centro de esos derechos
que brotan de la propia naturaleza humana.
Estrictamente
hablando, estos derechos humanos no son verdades de fe, a pesar de que pueden
descubrirse - e incluso iluminarse plenamente - en el mensaje de Cristo que
"revela el hombre al propio hombre" (Gaudium et Spes, 22). Éstos reciben
una confirmación ulterior desde la fe. Con todo, está claro a la razón que,
viviendo y actuando en el mundo físico como seres espirituales, hombres y
mujeres perciben la presencia de un logos que les permite distinguir no
sólo entre lo verdadero y lo falso, sino también entre el bien y el mal, entre
lo mejor y lo peor, entre la justicia y la injusticia. Esta capacidad de
discernir -esta actuación radical- hace a toda persona capaz de aprehender la
"ley natural", que no es otra cosa que una participación en la ley eterna:
"unde...lex naturalis nihil aliud est quam participatio legis aeternae
in rationali creatura" (S. Tomás Aquino, ST I-II, 91, 2). La ley
natural es una guía universal reconocible por todos, sobre la base de que todo
el mundo puede comprender y amar recíprocamente a los demás. Los Derechos
Humanos, por tanto, están en última instancia enraizados en una participación de
Dios, que ha creado a cada ser humano con inteligencia y libertad. Si esta
sólida base ética y política se ignora, los derechos humanos se debilitan ya que
han sido privados de sus fundamentos.
La acción de
la Iglesia en
la promoción de los derechos humanos se apoya por tanto en la reflexión
racional, como una forma en que estos derechos pueden ser presentados a toda
persona de buena voluntad, independientemente de la afiliación religiosa que
pueda tener. Sin embargo, como he observado en mis encíclicas, por un lado, la
razón humana debe ser constantemente purificada por la fe, en la medida en que
está siempre en peligro de una cierta ceguera ética causada por las pasiones
desordenadas y el pecado; y, por otra parte, en la medida en que los derechos
humanos necesitan ser reapropiados de nuevo por cada generación y por cada
individuo, y en la medida en que la libertad humana - que progresa a traés de la
sucesión de elecciones libres- siempre es frágil, la persona humana necesita el
amor y la esperanza incondicionales que sólo pueden encontrarse en Dios y que
llevan a participar en la justicia y la generosidad de Dios a los demás (cf.
Deus Caritas Est, 18, y Spe Salvi, 24).
Esta perspectiva
dirige la atención hacia uno de los más críticos problemas sociales de las
décadas recientes, como es la conciencia creciente -que ha surgido en parte con
la globalización y a presente crisis económica- de un flagrante contraste entre
la atribución equitativa de los derechos y el acceso desigual a
los medios para lograr esos derechos. Para los cristianos que con regularidad
pedimos a Dios que "nos de el pan de cada día", es una tragedia vergonzosa que
una quinta parte de la humanidad pase hambre. Asegurar una adecuada aportación
de alimento, así como la protección de recursos vitales como el agua y la
energía, requiere que todos los líderes internacionales colaboren mostrando su
disposición a trabajar de buena fe, respetar la ley natural y promover la
solidaridad y la subsidiariedad con las regiones y pueblos más débiles del
planeta, como estrategia más eficaz para eliminar las desigualdades sociales
entre países y sociedades y para aumentar seguridad
global.
Queridos amigos,
queridos académicos, al exhortaros, en vuestras investigaciones y
deliberaciones, a ser testigos creíbles y consistentes de la defensa y de la
promoción de estos derechos humanos no negociables que están fundados en la ley
divina, os imparto de buena voluntad mi Bendición
Apostólica.
[Traducción del
original inglés por Inma Álvarez]
© Copyright 2009 - Libreria Editrice
Vaticana
Fuente:
Zenit